La despedida
Esta mañana decidí viajar al lugar donde había muerto.
Cada despertar desde ese momento está acompañado del sonido de la ausencia, un vacío que solo permite dedicarse al duelo. Me paso la mano por el pelo oscuro y grasiento, para después dejarla caer por mi cara, sintiendo la piel estirándose sobre huesos dentados que parecen resentir el esfuerzo de su permanencia.
Hace un año, en el umbral del departamento de Lucía en la playa, ella decidió terminar. Su decisión, tomada tras Nochebuena, había sido tan definitiva que rozó lo cruel.
“Dejaste de ser tú”, me había dicho, con sus palabras inundadas de lástima. Esa fue la peor parte. No hubo rabia ni pena, sólo lástima.
No estaba equivocada. Había dejado de ser quien era incluso antes de morir. Y cuando cerró la puerta —no de un portazo, sino lenta pero deliberadamente— se llevó la última pieza de mi alma consigo.
Mi novia… exnovia… tiene el pelo del color del humo desprendiéndose de un cigarrillo y su risa, en las contadas ocasiones en que escapa de sus labios, trae consigo la esperanza de que la alegría todavía es posible. Incluso si estás atrapado por tu propia ruina. Pero a medida que nuestra relación avanzó, su risa se fue haciendo más escasa, exhausta de mis sombras.
Hoy, un año después, salgo de mi departamento hacia el lugar de los hechos, sintiendo en cada paso la resonancia de la ausencia y los ecos que ella causa.
Me subo al bus que me llevará a su ciudad, a ese momento, como si los doce meses desde la última vez no fueran más que un espejismo en el desierto de la pérdida. Trato de tomar aire, pero se escapa por el medio de mi pecho, por esa pieza que ya no tengo, esa pieza que soy —o era— yo. Ya no tengo alma, pero mi cuerpo, como una marioneta de carne y sangre, sigue moviéndose sobre un mundo que ya no se siente real.
La lluvia golpea la ventana de mi asiento como un metrónomo tan roto como yo. Evito ver mi reflejo en ella, porque me muestra la verdad que podría hacerme tambalear en mi propósito: no soy más que un vacío con forma de hombre. Pero de lo que no puedo escapar es del olor que llevo conmigo, a pesar de que sea sutil. Me recuerda al moho y al encierro, a una casa deshabitada con las ventanas bien cerradas.
Un par de horas después el bus me deja en el terminal repleto de ruido y reencuentros ajenos. Brazos rodeando cuerpos, caras enterrándose en abrigos y abrazos. Una forma física de confirmarse uno al otro que son reales y que están ahí.
Me alejo rápido de aquello que ya no está a mi alcance y nunca lo estará. Tras unas pocas cuadras a pie, arrastrando mis pasos como un fantasma lo haría con una sábana que hace mucho dejó de ser blanca, la veo.
Lucía está sentada en el café que solíamos visitar, su cartel de madera batiéndose silencioso en la lluvia. Su dueño abre incluso en Navidad para las personas que no tienen a nadie para hacerles compañía.
Incluso a través de la ventana me basta verla un segundo para saber que ignora el hoyo negro que dejaron sus palabras en mi pecho. Con la calma que toma su taza y lee su libro, es evidente que no imagina que un muerto ha viajado a verla por última vez.
