La Artista
La conocí hace casi diez años, cuando ella buscaba un color. Eso fue lo primero que me dijo. Reconozco que al principio no la entendí.
Recuerdo cabalmente el céfiro y su pelo revoloteando en él, su rostro, sus labios… pero fueron sus manos las que la volverían inolvidable. Mientras yo intentaba ser un escritor en esa época, ella ya era una artista. Ella lo sabía y yo también, aunque nunca hubiera visto su obra, ya que se empecinaba en destruirla para guardarla en la intimidad de sí misma.
Una vez noté que sus manos estaban manchadas de verde. Supuse que había estado pintando, y cuando le pregunté, ella —omitiendo su habitual hermetismo— me comentó que así había sido.
Al despertar el día siguiente, miré por la ventana y no podía creerlo. Las copas de los árboles estaban blancas, al igual que el pasto. No era un nevazón —estábamos en pleno verano— sino que simplemente habían perdido su verdor… como si ese color se hubiese perdido o nunca hubiese existido.
Cuando nos encontramos horas después le pedí ver la pintura del día anterior pero, como era su costumbre, la había destruido.
Caminábamos por el parque vecino a su casa, tantas veces recorrido por nosotros, pero ella parecía no darse cuenta de que algo estaba mal, de que abajo nuestro el suelo era albo y que los árboles habían encanecido por completo.
No quise comentarlo con nadie; pensé que quizás había enloquecido. Pero cuando al mes siguiente miré al cielo y no había nada de azul en él, la llamé de inmediato por teléfono.
—¿Estuviste pintando? —le pregunté.
—Sí, pero acabo de destruir la tela —confesó en un murmullo.
—¿Me podrías decir al menos qué pintabas? —pregunté, anhelando que su respuesta me diese alguna clave para el enigma.
—Te puedo dar una pista. Era algo azul.
Así, pasaron meses, y uno a uno los colores desaparecieron de la realidad.
La última vez que la vi no pude menos que sonreír por la belleza de la escena. Estábamos bajo el cielo estrellado, con la luna y las estrellas resplandeciendo blancas sobre una hierba que parecía plumas de ángel. Su pelo se había vuelto negro. Mis ojos se habían vuelto blancos. Solo quedaba el rojo de nuestros labios.
—He buscado la esencia de cada color —me dijo, mientras acariciaba mi rostro con sus pálidos dedos— y la he encontrado. Le he ganado a Dios y a la Naturaleza, y he pintado la esencia de cada color. Excepto éste —y guardó silencio al besarme.
Entenderla estaba más allá de mí, pero le creía. Veía la realidad en blanco y negro, y sabía que estaba diciendo la verdad.
Pero sí, lamentablemente, esa sería la última vez que la vería.
A la mañana siguiente me miré al espejo; mis labios estaban tan pálidos como el resto de mi rostro. Corrí a su casa, en parte para felicitarla por su triunfo, en parte porque ya la amaba.
No abrió ella la puerta, como solía hacerlo, sino una madre desconsolada.
La artista yacía en su cama con sus muñecas rasgadas; la sangre se esparcía sobre las sábanas y el piso de blanca madera. A cada segundo el líquido que brotaba de sus venas perdía su color carmesí, e iba perdiéndose en el blanco y negro que ahora todo dominaba.
La artista había encontrado la esencia del último color y, como era su costumbre, había destruido su obra.