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Reseña: Lloré sin consuelo sobre tu cuerpo eléctrico

‘Lloré sin consuelo sobre tu cuerpo eléctrico’ es una tragedia que comienza hablándonos del cerro Santa Lucía y de naves exploradoras, situándonos desde ya como una historia futurista situada en Chile, ya sea en su superficie o volando muy arriba de él.

La mayoría del relato se despliega como el "Diario de Sofía", una psicóloga clínica que trabaja en la Escuela Flotante Trinidad. Nos expone sus pensamientos de forma detallada, con un monólogo que incluye incluso una receta de cazuela hasta códigos de programación.

La relación con el resto de los personajes se nos devela también en este diario, con observaciones detalladas por parte de Sofía, en las que aparece cierto sentimiento de otredad patente en cada una de ellas. Su lenguaje es detallado, sin dejar espacio al lector para especular, exponiendo cada pensamiento e idea que cruza su consciencia.

Sofía incluso comenta "Al observar el comportamiento humano he aprendido…", no solo enfatizando esta conducta recién comentada, sino que de alguna forma poniéndose fuera de lo humano, como una etóloga estudiando otra especie, desmenuzando cada interacción que vive en la Escuela.

Así, cada personaje es examinado y clasificado en taxonomías, desde las alturas y una distancia teórica… salvo Estela, quien desde el comienzo rompe con esta observación desapegada y cuya relación parece más bien construirse desde el tacto, de la piel contra piel. De hecho, ya en su primer encuentro significativo, Estela no solo le regala un ciber-chucao construido por ella, sino que toma las manos de Sofía y guía sus dedos con los suyos para programarlo.

"No puedo clasificar algo que no entiendo (…) de cualquier manera Estela desafía esta taxonomía."

Menciono además el ciber-chucao ya que este artefacto permitirá que el diario de Sofía contenga también la transcripción de conversaciones entre ella y otros personajes, rompiendo así el monólogo del primer tercio de la obra. Así, queda patente que el estilo de habla de Estela y Sofía son similares, alejados de como dos mujeres comunes y corrientes hablarían nuestro idioma en un diálogo coloquial, lo que es parte del misterio de este libro y que se irá develando a lo largo de éste.

SOFÍA: Memorizar solo sirve para aprobar. Todos los zorzales saben su canción, pero solo algunos son elegidos por cómo la interpretan, porque sienten cada nota y la hacen propia.
ESTELA: Tienes razón. Mi enfoque fue binario, pensé que unas cuantas líneas de código serían suficientes.


A medida que la historia avanza, la relación con el resto de los personajes, incluido los niños en la Escuela, sigue siendo desde la observación etológica o al menos desde lo principalmente intelectual, salvo los momentos con Estela que se centran cada vez más en lo táctil, en el cuerpo:

"No sé qué bailamos nosotras, porque no me fijé en la música, solo sentía las manos y el cuerpo de Estela llevándome y a ella reaccionando a mi respuesta."

Esta dualidad se mantiene hasta el desenlace, en que se precipita algo más que la historia misma y que, sin contarles el final para no quitarles parte del disfrute de leer este libro, nos muestra a una Sofía que, incluso frente a la palabra escrita, enfatiza la importancia de lo material, de aquello que físicamente sostiene ese trozo de lenguaje:

"Que importante es palpar… mis dedos tocaron la tinta que has trazado sobre el papel, y ahora que tienen parte de tu nombre, me acariciarán a mí también."

La tragedia estaba escrita desde el comienzo: el contacto es un milagro, pero uno que se agota. El milagro de poder palpar y conectar con un cuerpo, donde la carne y código se entrelazan en goce y lamento, pero que como todo lo material y lo físico conlleva el riesgo de un día terminar con nada más que lágrimas y sin consuelo sobre un cuerpo que ya no está.

Lo que queda son palabras, un poema y un nombre susurrado a los electrones.

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