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Pasajero sin destino

El tren gruñe como una bestia de inercia y acero, arrastrándose por los túneles cual leviatán de tedio. El olor de cuerpos ajenos impregna el vagón y sus asientos. Sobre uno de ellos, Javier está sentado. Siempre en el mismo lugar. La nueva línea de metro, circular como un anillo a diferencia de las anteriores, había sido perfecta para su plan.

Las estaciones se suceden una tras otra, sus nombres resonando por los altavoces causándole total indiferencia, en contraste del sustantivo propio que seguía importándole más que cualquier cosa. La única palabra que quemaría su lengua si atreviese a repetirla. Aquel nombre que es la razón de su escape.

Los otros pasajeros, inmóviles o deambulando por el vagón, no son más que espectros, fantasmas que suben y bajan del metro como si fuese la barca de Caronte, irreales frente a lo único que lo había hecho sentir vivo. Levantó la mirada y vio a un hombre con caspa acumulada en un polerón negro sin lavar, a una mujer con manos temblorosas y venas reptando bajo su piel, a un escolar con audífonos y ojeras profundas.

A veces sube una mujer y, si su pelo cae como lo hacía el que alguna vez acarició, se detiene a mirarla más que al resto, lo que no hace más que remover un recuerdo del fondo de su memoria, allí donde no queda más que un nombre. Pero sabe que no es ella, no puede ser ella, y el dolor que causa en su espalda la vibración del tren se confunde con el del choque.

Por lo mismo prefiere posar la mirada sobre la ventana, aunque a veces se tope con el reflejo de un hombre vacío que viste su rostro, pero no su vida, enterrada junto a ella.

El chirrido de las ruedas anuncia la llegada a una nueva estación. El tiempo gotea como el sudor en su frente, lento y viscoso. Los minutos y las horas ya no importan, su mundo es este bucle subterráneo que aloja su condena y su huida.

— Estación Cementerios —dice una grabación por el altavoz—. Combinación Línea 8.

Las puertas se abren, una ráfaga de aire fresco invade el vagón, y el andén se vuelve una sugerencia. No le tomaría más que unos pasos atravesar el umbral y regresar a la superficie, atravesada por las calles donde la perdió.

Con un quejido el metro vuelve a partir, el ritmo de su motor con más vida que el latido de su corazón. El túnel lo traga en su negro vacío, siguiendo con su recorrido circular.

Para Javier no hay más destino que la huida. El seguir dando vueltas y vueltas. Porque para escapar a la vida no hay nada mejor que quedarse en el mismo lugar.

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