Verde es el nombre que he perdido
El aire húmedo de la selva no sólo la rodea, sino que se desliza por sus poros abiertos, mezclándose con el sudor que se acumula en las arrugas de su cuerpo maduro y exhausto, volviéndose así una membrana pegajosa que la cubre por entero.
La mujer se obliga a seguir adelante, separando las hojas que intentan impedir su camino, que se curvan como dedos verdes y alargados que buscan adherirse a su piel. Donde la tocan dejan un leve escozor en ella, y no puede sino maldecir en voz baja el haber elegido vestir una polera de manga corta.
El barro cede a sus pies con un gemido sordo, cada pisada entrando fácil en ese terreno oscuro y tibio, pero le cuesta arrancar las botas del fango que se muestra reacio a dejarla ir. Es imposible no sentirlo latir en esos momentos, como si la tierra tuviera pulso, mientras las raíces descubiertas parecen venas hinchadas que atraviesan su pasar.
Más de una vez, en esta caminata que no sabe hace cuánto empezó, ha tenido la certeza de que la jungla está viva, no en el sentido obvio de que cada planta e insecto lo estuviese, sino que ella entera fuese un ser vivo en cuya anatomía osase penetrar.
La mujer mira hacia arriba, tratando de distraerse, pero la nueva perspectiva le genera la misma sensación. Las ramas de los árboles que cubren el firmamento como costillas que protegen un corazón oculto, dejando apenas pasar el sol que no hace más que agudizar el perfume de algo orgánico, que pareciese fermentar en su luz en un tipo de alquimia primordial.
Agotada y un tanto mareada, se detiene y posa una mano en el tronco de uno de ellos, y en vez de encontrar corteza rugosa es algo cálido y tan suave como la piel. Retira la palma de un sobresalto, convenciéndose que su mente, fatigada, está estirando las metáforas de su oficio diario hasta trasgredir sus límites. Pero algo en el roce niega que se trate meramente de algo del ámbito de la lengua.
“No puedo parar”, piensa la mujer, pero su voz interior suena débil y ajena, como si estuviese siendo devorada por la jungla. Sigue su camino, viendo a veces pequeños reptiles moviéndose tan rápido entre las sombras que parecen hacerlo a saltos, como un impulso nervioso de una neurona a otra, como si la selva estuviera respondiendo al estímulo de su presencia.
A medida que se acerca al centro de la jungla, la vegetación se vuelve más espesa, y debe sacar el machete que tantas veces imaginó cercenando una parte de él. Él, a quien había amado pero que hoy era su razón de perderse en este laberinto verde.
Las hojas se rasgan fácilmente y pronto está cubierto de savia, pero no es pálida sino demasiado roja, y el olor a hierro es imposible de obviar. No es solo su corazón el que sangra, es también la selva.
Cada planta parece tener ahora cinco hojas, ni más ni menos, que se mueven en su dirección, a pesar de que no hay viento, y cada canto de las aves de colores que vuelan por el lugar le parece una advertencia. ¿O una invitación?
Sabe que ha llegado a su destino cuando el suelo a sus pies se endurece, como si fuera una cicatriz, y en las alturas se abre un círculo como una herida en el dosel de la selva.
Se arrodilla y lleva una mano a esa tierra endurecida por el sol y la falta. La piel de sus dedos se vuelve áspera, más rugosa que lo que el tiempo le ha asignado, y pequeños brotes verdes aparecen en las grietas de sus falanges.
La jungla empieza a desaparecer a su alrededor, o quizás es ella la que desaparece. El machete resbala entonces de su mano y cae a su lado, junto al recuerdo de su martirio. Su propio nombre y el propósito de su travesía también se olvidan junto al morral que deja a un costado.
La selva inhala y ella exhala.
La selva inhala y exhala.
